
Artículo de Opinión escrito por: Jorge Luis Camacho Ortega | Consejero Nacional de Coparmex | Vía: @SinEmbargoMX
La gran pregunta es: ¿hasta dónde vamos a llegar si seguimos así? Y la respuesta es incómoda: llegaremos hasta donde nuestra indiferencia lo permita. Porque el problema no es sólo de “ellos”, también es nuestro: de nuestra indiferencia, de nuestra apatía y de nuestro silencio.
Hace unos días, México se estremeció con el hallazgo del Rancho Izaguirre en Teuchitlán, Jalisco: un centro de exterminio del Cártel Jalisco Nueva Generación, donde encontraron restos humanos, prendas calcinadas y evidencias de horror indescriptible.
La noticia circuló en redes, ocupó algunos titulares… y rápidamente fue reemplazada por la siguiente noticia.
Nos escandalizamos un momento, murmuramos indignados, y al día siguiente volvimos a la rutina.
¿Y luego?
Miremos al espejo y preguntémonos con honestidad: ¿qué hemos hecho nosotros para cambiar la realidad de nuestro país? ¿Cuántas veces nos hemos indignado frente a las noticias, sólo para seguir al día siguiente como si nada pasara? ¿Cuántas veces hemos dicho “así es México”, “todos roban”, “el gobierno no hace nada”… mientras la oscuridad avanza frente a nosotros?
Vivimos tiempos donde no sólo la violencia, la corrupción y la impunidad crecen, sino algo aún más peligroso: nuestra indiferencia.
Cada día normalizamos lo inaceptable. El crimen organizado controla casi la mitad del territorio mexicano, las balaceras se volvieron paisaje urbano, el cobro de piso es un impuesto paralelo, y los homicidios suman cientos de miles… y nosotros los reducimos a estadísticas, a ruido de fondo.
Nos hemos anestesiado.
Olvidamos que detrás de cada homicidio hay un rostro, un nombre, una familia rota.
¿Y el Gobierno?
En muchos casos, no sólo está ausente, sino que es cómplice. La corrupción no es algo lejano: es un cáncer que ha penetrado instituciones, partidos y gobiernos. Cuando quienes deberían garantizar justicia y seguridad se convierten en socios del crimen, quedamos todos a merced de los más fuertes y violentos, y en la posibilidad de caer en un autoritarismo que se imponga con ayuda del crimen organizado.
Las guerras entre Ucrania y Rusia, Israel y Palestina, y recientemente India y Pakistán nos parecen lejanas, pero son un espejo de lo que ocurre cuando los valores se derrumban y el poder se impone sobre la dignidad humana.
Hoy enfrentamos un desafío profundo: la relativización moral.
Ese discurso que justifica robar porque “todos lo hacen”, matar porque “no había de otra”, corromper porque “el que no tranza, no avanza”. Pero en lo más íntimo de nuestra conciencia, sabemos que hay un bien y un mal, que hay luz y oscuridad, y que cada decisión nuestra cuenta.
La mayoría de nosotros profesa alguna fe. En nuestra tradición católica, los Mandamientos son claros, y todos —creyentes o no— reconocemos principios universales: no matar, no robar, no mentir, no destruir. Sin embargo, hemos perdido el coraje de vivirlos y defenderlos.
La gran pregunta es: ¿hasta dónde vamos a llegar si seguimos así?
Y la respuesta es incómoda: llegaremos hasta donde nuestra indiferencia lo permita.
Porque el problema no es sólo de “ellos”, también es nuestro: de nuestra indiferencia, de nuestra apatía y de nuestro silencio.
El momento de reaccionar es ahora.
No podemos seguir siendo espectadores pasivos mientras la oscuridad avanza.
Cada uno de nosotros tiene una responsabilidad: en el hogar, en el trabajo, en nuestra comunidad. Necesitamos volver a los valores fundamentales que nos recuerdan que toda vida tiene dignidad, que la justicia y la verdad importan, que el bien común está por encima del interés individual.
El nuevo Papa, León XIV, en su discurso inaugural dijo con fuerza y ternura:
“El mal no prevalecerá. Todos estamos en manos de Dios; por lo tanto, sin miedo, unidos, de la mano de Dios y entre nosotros, avancemos hacia adelante.”
Estas palabras son un llamado a actuar: sin miedo, con unidad y con esperanza.
Hoy los invito a que hagamos eco de sus palabras, a que salgamos del letargo, de la indiferencia, del camino de la oscuridad y que demos un paso al frente hacia la luz.
A involucrarnos, a formar comunidad, a levantar la voz por lo que es correcto, a educar con el ejemplo y a ser líderes que avancemos por el camino del bien.
Porque si queremos un país más justo, más humano y más fraterno, el cambio no empezará en las leyes ni en los gobiernos: empezará en nosotros.
Elijamos hoy ser parte de la luz que transforma el mundo.