Artículo escrito por Luis Gerardo Pérez Figueroa, Presidente del Comité de Compromiso Social Empresarial de Coparmex. | Vía: @Excelsior
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Hace poco más de un año tuve el honor de coordinar un panel de empresas sociales en el marco de las sesiones previas al seminario de formación de la Coparmex. En aquella ocasión, tres empresarios hablaron de cómo sus respectivas empresas no sólo necesitaban ser rentables, como cualquier otra, sino también de cómo buscaban lograr un impacto social, ya fuera a través de sus colaboradores o generando beneficios en las comunidades en las que operaban o a las que atendían.
El término “empresas sociales” se escucha mucho últimamente, por lo que me puse a investigar un poco más sobre lo que son. Encontré, por ejemplo, que el emprendimiento social ha recibido mucha atención y desarrollo en las últimas dos décadas como respuesta a los desafíos sociales y medioambientales que enfrenta la humanidad y nuestro planeta. Como resultado, varios fondos de inversión han apoyado este tipo de emprendimiento, numerosas universidades han enfocado esfuerzos en el tema y algunas consultoras han desarrollado una especialidad al respecto.
Por otra parte, descubrí que las nuevas generaciones, comenzando por los millennials, quienes ya conforman una parte muy importante de la fuerza laboral en el mundo, tienen una percepción muy negativa de la ética empresarial que prevalece en la mayoría de las empresas. Ellos piensan que 70% de las empresas en las que trabajan se preocupan esencialmente por la generación de utilidades, dejando de lado el impacto social que provocan.
Finalmente, desde 1992, en el seno de las Naciones Unidas surgió la Agenda 21, que hacía patente el compromiso político para enfrentar los problemas urgentes del incremento de la desigualdad, el crecimiento de la pobreza, el hambre y el deterioro del medio ambiente. Esto, en 2015, derivó en los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS).
Con estos antecedentes ha aumentado la cantidad de empresas que llamaré “convencionales”, que han comenzado a considerar actividades de responsabilidad social y a observar el impacto social que generan, reconociendo la importancia de crear un valor social mientras cuidan el impacto medioambiental, paralelo al rendimiento financiero.
Desde mi particular punto de vista, se ha hecho evidente que el desarrollo económico y el crecimiento por sí mismos no han generado bienestar general a la población, sino la concentración de la riqueza y el abuso de los recursos naturales. Es decir, el modelo económico centrado en el crecimiento a toda costa, que incentiva el consumo generalizado, no ha producido bienestar general. La célebre y quizá desafortunada o malinterpretada afirmación de Milton Friedman en el New York Times en 1970, acerca de que “la responsabilidad social de las empresas es generar utilidades”, ha sido el derrotero de la gran mayoría de las empresas, con terribles consecuencias para la humanidad.
Por definición, “la economía se refiere a la organización del uso de recursos escasos (limitados o finitos) cuando se implementan para satisfacer las necesidades individuales o colectivas”. Es decir, se trata de satisfacer las necesidades, no de “crear” necesidades, si acaso fuera factible, ni de generar las mayores utilidades para los accionistas, sino de generar “valor” para la sociedad en su conjunto.
La Unión Europea, por ejemplo, define tres requisitos para las empresas sociales: 1) Que su objetivo principal sea el logro de un impacto social positivo y cuantificable, 2) Utilizar las ganancias, ante todo, para lograr su misión, y 3) Gestionarse con diligencia, responsabilidad y transparencia. Me pregunto: ¿no son éstas —o no deberían ser— las mismas responsabilidades de cualquier empresa? Si entendiéramos por impacto social la generación de valor que satisfaga con equilibrio las necesidades de colaboradores, clientes, proveedores, accionistas y la sociedad en general, no tengo duda de que todas las empresas deberían ser empresas sociales y, así, contribuir al desarrollo sustentable e inclusivo que anhelamos.