Artículo escrito por nuestro Presidente Nacional Gustavo A. De Hoyos Walther
Twitter: @gdehoyoswalther
Una de las decisiones políticas fundamentales contenidas en la Constitución General de la República, es depositar tanto la Jefatura del Estado, como el Poder Ejecutivo de la Unión, en un individuo denominado Presidente de los Estados Unidos Mexicanos.
En México nuestra historia y tradición condujeron a que a la institución Presidencial se le atribuyesen además de las facultades legales de orden constitucional y legal, un conjunto de poderes metaconstitucionales, que a lo largo de las décadas se fueron incrementando. Esa tendencia no sufrió mayor cambio incluso después de la revolución de 1917.
El poder de la “Silla” o el “Águila” creció sin cesar teniendo por momentos, como único límite a la autoridad desmedida, el ocaso de la misma cada seis años. Solo el principio de la “No reelección” limitó por décadas el ejercicio autocratico y despótico del poder.
Sin embargo en las últimas cuatro décadas la tendencia cambió, y la sociedad mexicana fue testigo y muchas veces protagonista de luchas de los intelectuales, de comunicadores, de organizaciones civiles, de politicos y de partidos de todos los espectros del pensamiento, así como de las organizaciones de empresarios, que paulatinamente construyeron diques al ejercicio autoritario del poder.
Una de las dimensiones de esa construcción, fue el surgimiento de órganos autónomos del Estado, y en menor medida, de órganos reguladores de sectores y áreas específicas de la vida pública.
Las autonomías florecieron en materia educativa (con la UNAM, las universidades estatales y el extinto INEE), pero también en la economía (con Banxico), en la estadística nacional (a través del INEGI), en los derechos humanos (con la CNDH) y en materia electoral (a través del IFE hoy INE), en la evaluación de la eficiencia del gasto social (con el CONEVAL) o en el acceso a la información (con el IFAI ahora INAI).
Más allá de la naturaleza particular de las autonomías, el común denominador de dichas instituciones ha sido su integración colegiada, la conformación de su liderazgo por expertos en el área de su competencia, la renovación escalonada de dichos liderazgos y la visión transsexenal en su actuación.
Sin embargo con el arribo del presidente Andrés Manuel López Obrador a la titularidad del poder ejecutivo, desde la institución presidencial se ha impulsado un cambio de paradigma que de forma explícita, cuestiona la eficacia del modelo y lo califica como un “gobierno paralelo”, al tiempo que pretende reivindicar para el ejercicio centralizado del gobierno, las facultades que paulatinamente se transfirieron a los órganos autónomos.
La imposición de la visión de un presidencialismo bajo el modelo imperante en México a la mitad del Siglo XX, se ha valido de acciones que van desde la descalificación de los titulares de los órganos autónomos, hasta la desacreditación de la función que realizan, pasando por la astringencia presupuestal para vulnerar la eficacia en el cumplimiento de su mandato.
México no debe involucionar hacia un modelo presidencial de carácter neoimperial, donde el debilitamiento de los contrapesos y la erosión de los diques al ejercicio autoritario del poder tomen carta de naturalización en nuestra vida pública.
Por el contrario ahora que México cuenta con una democracia electoral plena, que garantiza el acceso legítimo del poder a las distintas expresiones del pensamiento político, es fundamental que los órganos autónomos se vean fortalecidos para asegurar que más allá de la extracción partidaria de quien detente el poder, y sin importar la fortaleza de sus convicciones en torno al respeto al estado de derecho, nuestro país mantenga y acrecente los mecanismos institucionales de contrapeso. Solamente así México estará siempre en la ruta de un presidencialismo acotado que permanentemente cierre los caminos hacia el retorno de un presidencialismo neoimperial.